Se
trata, mediante esta argucia, de esconder la raíz de los problemas sociales,
haciéndole creer al individuo que solamente él es el culpable de su
propia desgracia, a causa de la insuficiencia de su inteligencia, de sus
capacidades, o de sus esfuerzos. Así el sistema se sacude críticas y sume en el silencio y la inacción a la gente.
Así, en lugar de
rebelarse contra el sistema económico, el individuo se minusvalora y se culpa, lo que genera un estado
depresivo, uno de cuyos efectos es la inhibición de su acción.
Y de eso es de lo que se trata, puesto que sin acción, no hay revolución. Con la
implantación del sentimiento de culpa y
el miedo, el sistema dispondrá de dos armas silenciosas muy eficaces para
el mantenimiento del status quo. Para satisfacer la necesidad de cambio en los
individuos ya tiene dispuestos en el mercado nuevos productos de consumo que
harán parecer que todo cambia mientras la esencia permanece prácticamente
intacta.
Muchas veces las víctimas de la violencia de género en el ámbito
doméstico son incapaces de denunciar los abusos o romper con su
situación de opresión precisamente por ese sentimiento de culpa (“algo habré hecho mal”) que desemboca en el conformismo y
muchas veces en trágicas
consecuencias. El aumento considerable de suicidios, ante la pérdida del trabajo o la pérdida de la vivienda, muestra igualmente en toda su crudeza hasta qué punto el sentimiento de culpa ante la desgracia puede cobrar el más alto precio: la propia vida.
Se trata de
desactivar a los individuos, de forma que no se vean tentados a poner en
peligro la estabilidad del sistema. Y para eso es fundamental destruir todas
las armas de defensa que ha ido logrando, tales como los servicios públicos que
garantizan derechos o agrupaciones para defender los derechos laborales. La
reciente “contra_reforma laboral” es un claro ejemplo de cómo se intenta dejar
solo al individuo frente a la empresa, al margen de toda negociación colectiva.
La reivindicación de fuerza
mediante la unión sindical ha sido sustituida por la defensa
individual: búscate un abogado o una
“baja médica”, evidentemente menos peligrosa para el capital y
un arma contra el mismo individuo que tiene que utilizarla y no podrá fácilmente
evitar el aumento de sus sentimientos de culpa, cuando no otras represalias en
el trabajo (por cierto, contempladas como motivo para el despido en la última
contra_reforma laboral antes citada ).
Es ya muy corriente
oír cómo se culpa con todo descaro y
cinismo al parado de su falta de formación; y más aún, la misma vicepresidenta del gobierno, Soraya S Santamaría, ha llegado a acusar de fraude a los parados (exagerando y falseando cifras oficiales) por admitir "trabajos-chapuza" que se pagan en B; escondiendo que
hasta la generación mejor preparada tiene que emigrar a países donde hacen los
trabajos que otros no quieren; o que los grandes defraudadores gozan de
amnistías fiscales o de plazos judiciales tan amplios que permiten la
prescripción de los delitos. O que la falta de trabajo se debe sencillamente a
que el capital ha huido a paraísos fiscales o laborales, dado que el sistema le
ofrece todo tipo de facilidades para volar de la noche a la mañana. El derecho
al trabajo que establece la Constitución ha quedado arruinado desde el momento
en que el Estado ha sido vaciado de su participación en la economía productiva,
mediante el expolio de empresas públicas con el truco de la privatización. No
ha quedado ni Ministerio de Trabajo, ahora reconvertido en Ministerio de
Empleo, algo como de andar por casa, más de quita y pon; y más de quita que de
pon. Pronto pasará, si no lo remediamos, a llamarse Ministerio de
Emprendimiento, palabra nada inocente, ya que carga la responsabilidad sobre el
trabajador y el sistema se desentiende totalmente del asunto: o sabes emprender
o eres una puta mierda, allá tú. Ése es el programa del cambio, la estafa que
vamos descubriendo demasiado tarde.
Gran parte de la
propaganda conservadora contra los avances sociales propuestos por personas
progresistas consistirá en la promoción en la ciudadanía de los sentimientos de
culpa, acusándolos de destruir los valores de siempre, la familia, la vida… de
“abrazarse a la cultura de la muerte” (Mayor
Oreja); un arma de destrucción masiva
espiritual que ha sido muy estimada y utilizada por las
religiones y en particular por la católica.
En una sociedad despiadadamente competitiva,
en la que se carga sobre el individuo la suerte o la desgracia, como si las
circunstancias y condicionantes de clase y lugar de nacimiento no existieran,
tenemos campo abonado para culpabilizar a la víctima del fracaso
escolar por su vagancia sin que se ponga en cuestión la
incompetencia del sistema educativo, a la víctima del paro por su incompetencia y falta de
preparación sin poner en cuestión el sistema económico regido por la avaricia;
a la víctima de la enfermedad
por no cuidar su salud, sin poner en cuestión la deficiencia de servicios de
educación para la salud, preventivos o la calidad del servicio de asistencia
sanitaria… y así podríamos continuar hasta la vergüenza de cargar contra
quienes viven “demasiados años”, queriéndoles culpabilizar de poner en peligro
el sistema público de pensiones.
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